domingo, 21 de diciembre de 2014

De las partidas y los regresos. Del Hobbit.


Como una niña. Una cría ñoña, insoportable y caprichosa, infantil e ignorante, a la que le acaban de quitar su preciada muñeca porque tiene un chicle pegado en el pelo que la hace peligrosa para lo que quiera que sirvan las muñecas. Una niña a la que se le caen unos lagrimones más grandes que los que exprimieron sus glándulas lacrimales el día que pensó que no podría aguantar el ritmo de la carrera universitaria. Esa niña.

Sorprendentemente - nótese lo que tiene que notarse - he llorado como un loco en varios momentos de La Batalla de los Cinco Ejércitos. Por si no lo sabíais, esta película representa el fin de una saga con la que he crecido desde que tengo memoria. Desde aquel día en el que mi padre – muy agudo él – me entregó un libro lleno de criaturas fantásticas llamado “El Hobbit” para que me lo leyese antes de que se estrenase una extraña película titulada El Señor de los Anillos: La Comunidad del Anillo. Un libro que me arrastró con una descarada inercia a la trilogía de Tolkien. La trilogía de las trilogías. La tierra de las tierras.

Han pasado trece añazos desde aquel día. Trece malditos años. Y hace un rato, con veinticuatro años a mis espaldas, ahí estaba yo: agarrado a la paciente mano de mi novia mientras dos lagrimones acompañaban el compás de las melódicas palabras de una criatura que se gana el corazón de cualquier espectador. Un hobbit. Un diminuto y peludo hobbit, la más pequeña de las cosas y la más grande de todas. Una criatura lo suficientemente interesante como para estirar una novela de 360 páginas en tres películas: tres películas que cierran la leyenda de una tierra que ha cautivado los corazones de millones de personas. Incluido el mío.

Y es que resulta que leer cuando uno es pequeño tiene sus ventajas. Uno no sólo enriquece su vocabulario, desarrolla su imaginación y aprende, entre otras muchas cosas, a hablar (o por lo menos escribir)… Leer a veces puede proporcionarte momentos tan mágicos como el que acabo de vivir: estar en una sala a oscuras, en la mejor compañía, rodeado de unos entusiasmados desconocidos, viendo una película que no es para nada triste, y llorar – qué digo: berrear – sin sentir ningún tipo de vergüenza. Eso es magia. La más satisfactoria de las magias, mucho más que aquella que se intuye el día en el que llegas al salón para ver los regalos que tres ancianos de Oriente han dejado bajo tu impresionante árbol de Navidad.

Y digo que es más mágico que el cotizadísimo seis de Enero porque la sobrecogedora sensación de ilusión y felicidad que uno siente con esos inocentes nueve años al ver unas zanahorias roídas por los misteriosos camellos de los sabios de Oriente, la acabo de volver a sentir en la sala del cine con nada más y nada menos que unos ya experimentados (y de todo menos inocentes) veinticuatro años.

Por eso - y sólo por eso - El Hobbit: La Batalla de los Cinco Ejércitos me ha encantado.

La crítica el viernes.

Que paséis una buena semana.

Jerry

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