Como una niña. Una cría ñoña,
insoportable y caprichosa, infantil e ignorante, a la que le acaban de quitar
su preciada muñeca porque tiene un chicle pegado en el pelo que la hace
peligrosa para lo que quiera que sirvan las muñecas. Una niña a la que se le
caen unos lagrimones más grandes que los que exprimieron sus glándulas
lacrimales el día que pensó que no podría aguantar el ritmo de la carrera
universitaria. Esa niña.
Sorprendentemente - nótese lo
que tiene que notarse - he llorado como un loco en varios momentos de La Batalla de los Cinco Ejércitos.
Por si no lo sabíais, esta película representa el fin de una saga con la que he
crecido desde que tengo memoria. Desde aquel día en el que mi padre – muy agudo
él – me entregó un libro lleno de criaturas fantásticas llamado “El Hobbit” para que me lo leyese antes
de que se estrenase una extraña película titulada El Señor de los Anillos: La Comunidad del Anillo. Un libro que me
arrastró con una descarada inercia a la trilogía de Tolkien. La trilogía de las
trilogías. La tierra de las tierras.
Han pasado trece añazos desde
aquel día. Trece malditos años. Y hace un rato, con veinticuatro años a mis
espaldas, ahí estaba yo: agarrado a la paciente mano de mi novia mientras dos
lagrimones acompañaban el compás de las melódicas palabras de una criatura que
se gana el corazón de cualquier espectador. Un hobbit. Un diminuto y peludo
hobbit, la más pequeña de las cosas y la más grande de todas. Una criatura lo
suficientemente interesante como para estirar una novela de 360 páginas en tres
películas: tres películas que cierran la leyenda de una tierra que ha cautivado
los corazones de millones de personas. Incluido el mío.
Y es que resulta que leer
cuando uno es pequeño tiene sus ventajas. Uno no sólo enriquece su vocabulario,
desarrolla su imaginación y aprende, entre otras muchas cosas, a hablar (o por
lo menos escribir)… Leer a veces puede proporcionarte momentos tan mágicos como
el que acabo de vivir: estar en una sala a oscuras, en la mejor compañía,
rodeado de unos entusiasmados desconocidos, viendo una película que no es para
nada triste, y llorar – qué digo: berrear – sin sentir ningún tipo de vergüenza. Eso es magia. La más satisfactoria de las magias, mucho más que aquella
que se intuye el día en el que llegas al salón para ver los regalos que tres
ancianos de Oriente han dejado bajo tu impresionante árbol de Navidad.
Y digo que es más mágico que
el cotizadísimo seis de Enero porque la sobrecogedora sensación de ilusión y
felicidad que uno siente con esos inocentes nueve años al ver unas zanahorias roídas
por los misteriosos camellos de los sabios de Oriente, la acabo de volver a sentir
en la sala del cine con nada más y nada menos que unos ya experimentados (y de
todo menos inocentes) veinticuatro años.
Por eso - y sólo por eso - El Hobbit: La Batalla de los Cinco Ejércitos
me ha encantado.
La crítica el viernes.
Que paséis una buena semana.
Jerry
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