Todo
el mundo que lleve leyendo MCDC desde
hace tiempo sabrá que no soy el prototipo de blogger al que le gusta invitar a
otras personalidades de la blogosfera a escribir en su página. Esta preferencia
no va más allá del simple hecho de que la gran mayoría de blogueros no comparte
mi burlesca, maniaca, sentimental, y en ocasiones canelosa, condición de tal forma que, en caso de traicionarla, podría
entrar en un conflicto interno cuya consecuencia más probable sería la implosión
de mi hemisferio dominante. Y no podría permitirme eso, porque todos somos
especies cinéfilas en peligro de extinción.
Sin
embargo, hace no mucho tiempo, uno de esos fieles y constantes lectores me
propuso algo que me inquietó. Este devoto cinéfilo me preguntó si querría hacer
una esporádica participación en la página a la que él recientemente se había
incorporado (llamada El Club de los Cinéfagos Muertos) y, pese al recelo que sentí en un primer momento (al que
él muy acertadamente hizo referencia), terminé accediendo. Y no podría haber
hecho algo mejor.
Miguel,
quien me consta que es un colega de profesión, seleccionó una entrada de mi
humilde blog y la introdujo en su página como nadie podría haberlo hecho. Sus
palabras no sólo me emocionaron sino que, además, me hicieron ver cómo MCDC se había convertido en lo que siempre había
querido: un portal a mi yo cinéfilo,
ese yo del que no podía desprenderme
y que, sin embargo, tan pocas veces veía la luz en mi día a día.
Por
lo tanto, y con el permiso de Miguel, decidí comenzar una nueva sección que
funcionase como maceta en la que cinéfilos de todas las condiciones pudiesen
dejar su semilla plantada. Una semilla que, gracias a los nutrientes que
lectores como vosotros dejaréis, pueda terminar de crecer hasta convertirse en
lo que quiera que cada autor desee. Porque, como muy bien dijo Miguel, es una
verdadera lástima que el duro trabajo al que muchos cinéfilos nos entregamos permanezca
oculto en el bosque que es internet.
Así
que, gracias a él, doy por iniciada esta nueva sección del blog en la que
podremos encontrar piezas de invitados que quieran dejar un granito de arena en
MCDC. Comenzaremos, claro está, con una
primera aportación de El Club de los
Cinéfagos Muertos, un blog construido ladrillo a ladrillo por un numeroso
grupo de cinéfagos con buen gusto, amantes de un cine mucho más puro que el que
podéis ver en MCDC. En esta elegante
página, en la que los western parece que fascinan, no sólo encontraréis una
actualidad cinéfila considerable (sobre todo presentada a base de trailers y
críticas) sino también reflexiones y entradas bastante personales que hacen del
blog una excelente página llena de personalidad, nostalgia, y de verdadero amor
por lo clásico o lo poco comercial.
Sin
más presentaciones, y queriendo hacer justicia a esa nostálgica honestidad que,
desde mi punto de vista, tanto caracteriza a El Club de los Cinéfagos Muertos, aquí os dejo una entrada de
Miguel García en la que, haciendo una retrospectiva de cómo el Séptimo Arte
acabó siendo para él lo que es ahora, nos brinda una gran entrada focalizada en
la construcción de la figura del “superhéroe sin superpoderes”: Indiana Jones.
Dedicado a Thora Birch, quien nos confesó que entre sus diez películas favoritas de siempre incluiría esta obra maestra de Steven Spielberg.
¿No
es curiosa la infancia? ¿Los extremos entre los que se mueve? ¿La fuerza con
que se graban cada una de las experiencias que en apenas unos años forjan
nuestra personalidad? ¿No echan de menos la inocencia en que les sumía el
desconocimiento del “mundo de los mayores”? ¿El halo de idealización que creían
que flotaba sobre el mismo? ¿No añoran el convencimiento de que existe una
justicia tal y como nos dictaba la teoría que acompañaba cada uno de sus
castigos? A veces yo lo hago. Y por eso es tan necesario que existan películas
como “En busca del arca perdida”.
A
duras penas soy capaz de recordar años y años de colegio y, sin embargo, los
veranos de aquella dulce etapa se dibujan nítidos en mi mente. Las cabañas, las
interminables batallas de fútbol, el Superpoly, las chapas e incluso el mus. Y
el omnipresente Betadine. Pero no todo era jugar y romperse miembros. Había
tiempos muertos – los de hacer la digestión nos decían – y siempre algo con que
llenarlos. Cada día que pasa me siento más agradecido a su existencia, y es que
fue entonces cuando empecé a sentir la magia del cine. Sí, ya saben, esa
sensación de que es tu pellejo el que está en juego y tu mundo el que está a
punto de desmoronarse. Así era yo, un aventurero. Las continuas
reposiciones domésticas de las películas de dibujos animados de Tintín fueron
sólo el primer paso. Los hermanos Marx siguieron el mismo camino.
El
culmen llegó con los westerns que TVE pasaba día sí y día también en
verano. John Wayne, Kirk Douglas o James Stewart eran habituales
compañeros de mis vespertinos viajes. Recuerdo cuánto deseaba convertir mi
mundo en el lejano oeste. Me negaba a salir de una realidad tan cercana a la
infancia. Una en que a los malos los olías a la legua y en que no cabía
posibilidad alguna de que se acabaran saliendo con la suya. Quise soñar
despierto. Y a buen seguro que lo hice. Las pistolas y escopetas de vaqueros
llegaron a mi casa, los sofás se transformaron en improvisadas trincheras y el
agua era servida en chupitos. Mi habitación acabó por convertirse en un
set de rodaje de películas del oeste y un servidor no pudo sino aprovecharlo
para hacer sus primeros pinitos como director.
Imagino
que recuerdos parecidos a los míos coparon la mente de George Lucas y de Steven
Spielberg cuando concibieron a Indiana Jones. Con distintas fuentes,
claro. Si James Bond –el de Sean Connery– es el padre de Indiana, sus
abuelos son los seriales, esa forma de cine nacida en la segunda y tercera
décadas del siglo pasado. Los seriales se basaban en un formato similar al
de las series de televisión actuales. Ahora bien, su género fundamental era el
de aventuras. Al final de cada episodio el héroe del serial se encontraba
sistemáticamente en peligro extremo, alentando al público a volver a las salas
de cine a la semana siguiente. Las tramas generales eran muy simples; la lucha
del protagonista contra el Mal, encarnado de uno u otro modo. La
credibilidad de las aventuras estaba en un segundo plano, siendo el
entretenimiento lo fundamental.
Spielberg
y Lucas no se conformaron con imitarlos únicamente en la superficie, sino
que fueron un paso más allá y quisieron rodar las escenas con pocas tomas,
sufriendo de este modo unas condiciones parecidas a las empleadas en aquella
primitiva etapa del cine. Uno de los principales propósitos que el primero
de ellos tenía con este filme era demostrar a las productoras que era capaz de
rodar dentro del tiempo y presupuesto (20 millones de dólares) fijados. No sólo
consiguió este objetivo, sino que lo que en cierto momento se había planteado
como una película de serie B –la falta de pretensiones fue una de sus grandes
bazas–, acabó por convertirse en uno de los éxitos comerciales más
impresionantes de toda la historia del cine, con una recaudación en cines que
alcanzó casi los 400 millones de dólares.
Los
seriales en que se basa Indiana datan de los años 30 –de ahí precisamente que
sea esta época en la que se sitúa el personaje–. Uno de sus motivos principales
era ya el western, de ahí que un amante del género como yo encontrara en
el visionado de “En busca del arca perdida” la obra definitiva del
mismo. Una de las escenas más icónicas de la cinta es aquella en la que
Jones ha de arrastrarse por los bajos de un camión en movimiento. La
inspiración de la misma es un clásico del género del oeste, “La diligencia” (1939) de John
Ford. Previamente Indiana, cual clásico vaquero, ha perseguido y alcanzado
este camión galopando sobre los lomos de su caballo. La inverosimilitud de los
acontecimientos, como decíamos, no importa en absoluto mientras la acción sea
capaz de sobreponerse.
Lo
único constante en la vida de Indiana Jones –y a lo largo de la trilogía– es
precisamente la aventura. Las chicas, los amigos, el trabajo, la familia,
los lugares… Todo cambia y, sin embargo, él sigue siendo el mismo. Su icónica
estampa es reconocible allá donde va. Como Marion, el espectador sólo
necesita ver su sombra para reconocer su presencia. Las numerosas ocasiones en
que esta se proyecta sobre la gran pantalla es el motivo. Y por esta
razón, se erige en un símbolo, el de la acción, el de la infancia; en
definitiva, el de la búsqueda constante, el de la vida. Porque nada es más
vital que un niño. Si existe alguna razón por la que el tiempo pasa más
deprisa cuanto mayores nos hacemos es que vamos perdiendo ese constante porqué
que salía de nuestra boca cuando éramos más jóvenes. Los días van pareciéndose
más y más unos a otros; los descubrimientos van decayendo; y el tiempo vuela.
Por eso, ¿qué puede haber más infantil que un arqueólogo? La única respuesta
posible es Indiana Jones, un arqueólogo aventurero.
Recuerdo que, cuando me encontraba escogiendo qué carrera universitaria hacer, mi debate acabó limitándose a dos opciones, la que finalmente escogí y Arqueología. ¿Y qué sabía yo del trabajo de un arqueólogo? La trilogía de Indiana Jones. Nada más. Hasta entonces, mi único acercamiento a esta ciencia habían sido las maneras y el vestuario que durante los meses que siguieron a mi primer visionado de “En busca del arca perdida” adopté. Sí, el western desapareció de mi vida absorbido por el mundo de Indiana Jones. Los duelos al amanecer y el saloon fueron sustituidos por carreras a lo largo de interminables pasillos al son del tema principal del filme y el preciado botín que constituía una bolsa llena de piedras brillantes –originariamente ideadas como amarracos de mus– al final de los mismos.
Steven
Spielberg veía a su personaje como un “superhéroe sin superpoderes”,
consideraba que uno de los secretos de esta película es que “Indiana Jones
no es el héroe perfecto y sus imperfecciones hacen creer al público que, con un
poco más de ejercicio y valentía, podría llegar a ser como él”. Efectivamente,
eran su descuidada barba, su miedo a las serpientes, su doble identidad (Dr.
Jones e Indiana) y su insaciable sed de justicia las que lo hacían tan humano,
tan cercano a mi existencia, que eran pocas las diferencias que encontraba
entre él y yo cada vez que me miraba al espejo –salvo la falta de
reconocimiento, por supuesto.
A
todo ello ayudaba Marion, la mejor de todas las chicas Jones, la más
aventurera, la compañera ideal de un chaval de diez u once años. Nadie
como ella se mueve entre extremos opuestos con tanta facilidad. Es quizá el
personaje más completo –aparte del de Indiana– que nos encontramos en toda la
saga. Según interese al guión, se nos muestra bien como un ser pusilánime,
necesitada de la acción salvadora de su amado; o bien como una heroína, capaz
de noquear –ya sea físicamente o aguantando litros y litros de alcohol– al más
temible de sus enemigos. Tan natural es la rabia que muestra contra
Indiana al comienzo de la cinta como lo es el romanticismo que envuelve los
besos con que trata de curar sus heridas. De igual modo, combina a la
perfección la belleza de su vestuario con la agilidad de sus carreras; o sus
dotes seductores sobre el héroe (Indiana) y sobre el antihéroe (Belloq).
Ella no es la compañera de viaje que en un principio podríamos presuponer,
atendiendo a lo que el cine nos ha acostumbrado. La escena final de la
película me hace confirmar mis sospechas. Indiana se muestra apesadumbrado por
el paradero que le espera a la preciada pieza por la que tanto ha luchado. ¿Y
qué hace ella? ¡Le invita a tomarse una copa! ¡Toma ya! Le habla de igual a
igual, de buddie a buddie. ¿Es posible no echar de menos su participación
en el resto de la trilogía?
Sin
duda, a Sheldon, de The Big Bang Theory, le hubiera resultado más agradable la
compañía de Marion que la de Amy para disfrutar de su enésimo visionado de “En
busca del arca perdida”. Y es que, en uno de los capítulos, Amy profesa una mortífera crítica a nuestro héroe, tildándolo de inútil
para arriba ante la aparente intrascendencia de su figura en el ir y venir del
arca. En definitiva, denuncia que el desenlace de esta cinta sea del
tipo Deus ex machina, es decir, un final feliz posibilitado por la
intervención no preparada de un poder salvador. Es este un error del guión
cinematográfico que puede surgir cuando se ha colocado a los protagonistas en
una situación extremadamente compleja que cuesta resolver. Sin embargo, no
considero que la pasiva intervención de Indiana Jones en el desenlace sea un
punto débil del guión. Lo que a ojos de un espectador poco avispado podría
considerarse un error de bulto es en realidad una de sus grandes virtudes.
Porque lo que sí hubiera sido diferente en caso de no haber estado presente
Indiana Jones en la gran pantalla es el destino del público. Por eso, lo
que hace el guión con este final es pegarle un homenaje maravilloso al género de
los seriales y a sí mismo, demostrando que el mero entretenimiento en que ha
sumido al espectador basta para compensar cualquier otra falta. Este
sorprendente final escrito tan a conciencia no es sino la prueba
definitiva de que nos encontramos ante una de las más grandes obras maestras
del género de aventuras.
Llega
el final y despierto del sueño. He vuelto a mi dulce infancia por dos horas,
pero me digo que ha llovido desde entonces. Que algo debe haber
cambiado. Que no puedo ponerme a correr de aquí para allá tratando de
rescatar valiosas piezas de museo. Ahora bien, si Spielberg y Lucas no hubieran
vuelto a su infancia una y otra vez, el cine se hubiera perdido algunos de sus
mejores capítulos. Y soñar con un mundo distinto es cosa de niños, sí, pero
llevarlo a la práctica nos debería corresponder a los mayores. En medio de este
conflicto me miro al espejo. Y allí están, intactos, mi sombrero, mi látigo, mi
chupa de cuero…Y mis ilusiones. Vuelvo a ser un niño. Nada parece haber
cambiado. Pero entonces caigo en la cuenta de que estoy equivocado. Me
sonrío, sabedor de que en realidad nada volverá a ser como antes. Que le den al
reconocimiento.
Autor: Miguel García Boyano
Desde: El Club de los Cinéfagos Muertos
Autor: Miguel García Boyano
Desde: El Club de los Cinéfagos Muertos
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