martes, 23 de enero de 2018

CRITICA | Loving Vincent


A pesar de que hay quienes sostienen que «ya no se hacen películas buenas», no reconocer en los filmes de los últimos años valor artístico alguno resulta desde incomprensible hasta ingenuo. Ya sea por lo sobrecogedora que puede ser una buena dirección de fotografía (véase El Renacido, del 2015), lo admirable que es un buen diseño de producción (véase El Gran Hotel Budapest, del 2014), o lo incendiario que puede ser un guión (véase Manchester Frente al Mar, del 2016), las películas de ayer, de hoy y de mañana están - y estarán - llenas de piezas que, en mayor o menor medida, dan forma a un arte. Un arte que sigue ofreciendo obras tan refrescantes y valiosas como Loving Vincent.

Tras haber sorprendido en el Festival Internacional de Cine de Toronto y haber cosechado una nominación al Globo de Oro y al BAFTA, Loving Vincent (Dorota Kobiela & Hugh Welchman, 2017), una de las películas de animación más ambiciosas y arriesgadas de los últimos años, llegó a las pantallas españolas dispuesta a hacerse un hueco entre ese público perseverante e ilusionado.

La película, que indaga sobre los últimos días de la vida de Vincent Van Gogh y los motivos que le llevaron a quitarse la vida en la pequeña localidad de Auvers (Francia), fue concebida inicialmente como un cortometraje del que sólo su directora - Kobiela - se haría cargo. Sin embargo, dada su ambiciosa producción, la película terminó adoptando la forma de largometraje: disparando así el presupuesto y obligando a la cineasta a replantearse su trabajo y ampliar equipo... Porque nadie es capaz de sacar adelante una película enteramente realizada al óleo sin un poco de ayuda. Por lo tanto, tras una pre-producción, un rodaje y un montaje, se incorporaron a la plantilla más de cien artistas cuyo objetivo era trasladar al óleo cada fotograma hasta convertir a Loving Vincent en una obra audiovisual compuesta por 65,000 cuadros, todos ellos basados tanto en el estilo del holandés como en ciento veinte de sus casi novecientos trabajos.

Como cabe esperar, el resultado final es una obra audiovisual única. Ya no sólo resulta abrumador mirar la pantalla e imaginar todo el trabajo que ha habido detrás de las cámaras, sino que además, poder contemplar los cuadros de Van Gogh perfectamente contextualizados en una película que se dedica a reconstruir - al compás de las fantásticas partituras de Clint Mansell - los misteriosos últimos días del artista, es un auténtico privilegio. Y nadie que siga creyendo en el cine debe perdérselo.


Jerry
Imagen vía Indiewire

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