El cuarto de baño de los cines
es uno de los sitios más ridículos que conozco. Esto que no creo que se deba a
su más que cuestionable utilidad (al cine se va a ver una película y no a plantar
pinos), sino a que yo en los baños de los cines he vivido una serie de
catastróficas desdichas dignas de ser planteadas en algún estudio como guión de
película de terror.
Como siempre pasa, mis
traumas cinéfilos tienen su base fundamentada en algún evento infantil que
desencadena una reacción en cadena con consecuencias nefastas para la salud
mental de la sociedad. Esta vez yo tenía la adorable edad de seis anos (¿he dicho años?), y había ido al cine a ver 101 Dálmatas Más Vivos Que Nunca con toda mi familia
(hermanos, primos, tíos…). Estaba
encantado viendo la adaptación de una de mis películas de dibujos favoritas en una sala con una pantalla enorme, acompañado por mi hermana, mis primas y mis palomitas... Todo era perfecto. Sin embargo, ese estado de embriaguez infantil iba a durar poco porque tenía un serio
problema: me estaba cagando.
Creo que después de lo que os
voy a contar, ya no me veréis con los mismos ojos. Quizás exceda los límites de lo integrado en el término "escatológico", pero eso mola, gusta y genera muchas visitas. Así que, ajo y
caca.
No recuerdo exactamente cómo
fue la sensación de estarse cagando (sí,
señores: voy a decir cagar porque eso
es lo que estaba haciendo… Nada de “hacer
caca”), lo único que recuerdo es que yo de pequeño tenía un truquito del Almendrucamen para evitar que mis
desechos saliesen demasiado pronto de lo que una vez fue llamado proctodeo. La
técnica era fácil: consistía en ponerse de rodillas y posicionar ambos talones sobre ambos glúteos. Así, y como si de una reversión del hechizo Alohomora se tratase, los esfínteres experimentaban una contracción
de lo más eficaz. A ver quién dice ahora que el efecto placebo no existe.
En fin, yo no podía llevar a
cabo mi técnica en el cine, así que me aguanté como pude. Sin embargo, cuando
mi viejo amigo empezaba a emerger con una insistencia políticamente incorrecta sólo
para ver mundo, decir “¿Ola ke ase?”
y ahogarse en un lago de orina, no aguanté más. Se lo dije a mi tío (mis padres
no estaban y, por ello, no conocen la historia: esa es la razón por la que aún
me quieren) y salí con él.
Llegamos al baño, me metí
dentro de la cabina y mi tío esperó fuera. Fue entonces cuando digievolucioné a un mequetrefe cagón y, encima, egoísta. Me
estaba perdiendo la película por tener que hacer malditas cacolas, así que hice todo lo que tenía que hacer rápidamente
y me limpié como pude. Y - nunca mejor dicho - la cagué… Porque me manché.
Comprendo que las chicas no
entienden de estas cosas: no os preocupéis, no es ningún tipo de experiencia
vital que uno tenga que vivir sí o sí antes de morir…(porque las chicas no cagan. Lo
sabíais ¿no?).
Pues eso, me manché: mis manos quedaron bañadas en la más asquerosa caca que os podáis imaginar (no eran caquitas de conejo, no) y me tuve
que limpiar como pude con el papel que había en la cabina mientras me daba un ataque al corazón al imaginar que mi tío abría la puerta de repente y me encontraba, no con las manos en la masa, sino con las manos en la caca. Por culpa de los traicioneros nervios, me limpié muy malamente (las manos y el culete),
salí y me di un agüilla a una velocidad de vértigo antes de volver con mi tío a la sala.
Me senté y seguí viendo la película.
Mi prima estaba comiendo
palomitas a mi lado y, al cabo de unos cinco minutos aproximadamente, empezó a olisquear el ambiente y dijo: “Huele a caca”. Yo, muy digno y sin
ningún tipo de problema para mentir, contesté que yo no había sido y, como yo
siempre tuve madera de líder convincente, mi prima se lo creyó aunque estuviese
claro que el que se había ido al baño y acaba de volver era yo. Sin embargo, ante esta revelación, yo tenía
que comprobar que todo iba bien y de que ese olor sólo provenía de mis suaves
manos mal limpiadas y no de mi contemporáneo proctodeo. Sí, mi inteligencia suprema de niño de seis años me decía
que tenía que comprobarlo.
Y lo comprobé: me moví en el
asiento como una serpiente para ver si había fugas y, efectivamente, mi ropa
interior estaba un poco salpicada de daños colaterales.
Me había cagado encima.
Me quedé petrificado en el sitio sin poder mover ni una sola
parte de mi cuerpo por lo bochornosa que era la situación: estaba notando que estaba sentado en un mar de desechos y mi prima pequeña me había descubierto. ¡Maldita sea! Yo era un chico
decente con una reputación excelente y, de repente, en menos de quince minutos me había convertido en un monstruo que
estaba sirviendo de ambientador de cuestionable calidad para una sala entera de cine en la que encima estaba toda mi maldita familia.
A pesar de ello, el hecho de que me quedase petrificado facilitó que mi secreto llegase a casa (donde ya pude recuperar mi caché higiénico) sin que
absolutamente nadie se enterase del desastre natural tóxico al que había expuesto a decenas de personas. Sin embargo, ahora, en
menos de media hora y sin ningún tipo de anestesia, he contado una de las
mayores barbaridades cinéfilas que he protagonizado.
Y yo creo que esta es la razón
que me llevó a educar a mi colon de una forma excelente que justifica su actual personalidad ordenada, calculadora y respetuosa… Salvo cuando tengo diarrea explosiva.
¿Explosiva?
¿Explosiva?
Jerry
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