Odio la fiesta del cine. Lo
siento por todos aquellos que se relamen al pensar en entradas por 2,90 euros.
O por aquellos espectadores que sólo piensan en ir al cine a comer palomitas,
nachos y otras aberraciones culinarias que no deberían estar permitidas en las
grandes salas. O por aquellos a los que no les importe soportar cómo la gente
se mete a mitad de la proyección en tu sala para sacar el móvil y cegar a sus inocentes
víctimas. O por aquellos a los que les encante comprar entradas por internet,
ser incapaz de imprimirlas en casa por la absoluta implosión de las páginas
relacionadas con el infravalorado Séptimo Arte, y que ni siquiera las máquinas
de los cines sean capaces de reconocer que has hecho una reserva hace apenas
una hora.
Sí, odio la fiesta del cine
porque para mí es una pesadilla. Sin embargo, y contra todo pronóstico, terminé
yendo. Había tenido un mal día, se me había puesto la cabeza como un bombo y
decidí salir de casa en buena compañía para refugiarme en mi segunda casa,
evadirme de mis problemas y pasar un asegurado buen rato. ¿Asegurado por qué?
Porque fui a ver lo nuevo de Wes Anderson.
● Año: 2014
●
Director:
Wes Anderson
●
Cast:
Ralph Fiennes, F. Murray Abraham, Saoirse Ronan, Edward Norton, Mathieu
Amalric, Adrien Brody, Willen Dafoe, Léa Seydoux, Jeff Goldblum, Jason
Schwartzman, Jude Law, Tilda Swinton…
●
Música:
Alexandre Desplat
●
Duración:
99min
Hay un momento en El Gran Budapest Hotel que cautiva, que
genera una repentina dependencia visual casi abrumadora… Un momento que no
quieres que termine, que deseas ver, y ver, y ver sin parar hasta que se te
caiga el pelo de la cabeza y te metan en un sarcófago habiendo hecho
previamente un repentino cambio en tu testamento. Un momento tan wesandersiano y tan cinematográfico, tan
encantador y tan espontáneo, tan imprevisible y tan absurdo, que hipnotiza, que
te abre los ojos y que te hace sonreír mientras susurras un “aunque sólo fuese por esto, lo nuevo de Wes Anderson se merece un visionado en
la gran pantalla”.
No diré de qué momento hablo.
Dejaré que vosotros mismos penséis ese momento, que le deis vueltas y que
valoréis cuál es vuestro momento de El
Gran Hotel Budapest; una película llena de pequeños grandes momentos, de
pequeñas habitaciones que componen un magnífico y grandioso hotel que pronto
verá como su gerente es introducido en una paradójicamente dulce trama de
asesinatos, herencias y misterios. Tan absurda. Tan poco creíble. Tan deliciosa.
Tan buena…
No recomendaría a la gente ver
El Gran Budapest Hotel, yo desearía que todo el mundo la viese. Y
no sólo este último trabajo de Wes Anderson, sino también Moonrise Kingdom, la película que me hizo descubrir a ese director,
que – años antes – tan raro me había parecido con su Viaje a Darjeeling (debería contar por qué, pero eso es
otra historia que ya he contado).
Aunque Moonrise Kingdom me pareciese una obra de arte llena de emotividad
y de – digámoslo – dulzura, y aunque El
Gran Hotel Budapest, desde mi más humilde punto de vista, carece de esas
tan arrolladoras emotividad, nostalgia e inocencia que sí tenía la historia de
amor infantil de Moonrise Kingdom, lo
nuevo de Wes Anderson, pese a no ser tan reconfortante, es una de esas grandes
películas que se atreven con lo que otras ni se plantean.
Sus personajes – incluyendo al
terrorífico Dafoe - son encantadores, su música es electrizante, su trama es
entretenidísima, y, lo que para mí es lo más importante, sus intenciones son
buenas. Buenísimas. Parece que Wes Anderson sólo quiere hacer felices a sus
espectadores. Y eso me encanta.
Hay un momento en El Gran Budapest Hotel que cautiva, que
genera una repentina dependencia visual casi abrumadora… Un momento que no
quieres que termine, que deseas ver, y ver, y ver sin parar hasta que se te caiga
el pelo de la cabeza y te metan en un sarcófago habiendo hecho previamente un
repentino cambio en tu testamento. Un cambio en el testamento en el que figure
que todas las películas que tienes de Wes Anderson las va a heredar la persona
más triste que conozcas: esa persona a la que le deseas que, por lo menos,
consiga encontrar la felicidad hecha fotogramas.
Porque, si Wes Anderson se
caracteriza por algo, eso es por la felicidad que transmite su Moonrise Kingdom y su Gran Hotel Budapest: dos obras que me
han convencido de una vez por todas para ver todos sus anteriores trabajos.
Hoy voy a la Fnac.
●Te
gustará si:
quieres ver una película distinta, alegre, llena de vida, de color, y de
situaciones absurdas que resultan apasionantes.
●
No te gustará si:
odias… ¿el color rosa?
Jerry
Tengo muchísimas ganas de verla...a ver si puedo este finde. Por cierto, yo amo la Fiesta del Cine por el precio...porque lo que es ir al cine en esos tres días es horroroso...de tanta gente la película sabe hasta mal....pero es por la gente
ResponderEliminarKiss
Jajajaja ¡se convierte en una pesadilla! Pero está claro que eso no quita que no me alegre de que los cines se llenen
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