martes, 5 de febrero de 2013

Jerry Jones y El Cine Maldito: Anuncios Memorables



El otro día acudí a mi cita semanal en el cine y me di cuenta de que los anuncios que se proyectan ya no son lo que eran antes.

No estoy hablando de los trailers – que tampoco son lo que eran antes porque ahora les ha dado por proyectar avances de películas que llevan meses en cartelera – sino de esos míticos anuncios de restaurantes o mesones que nadie conocía, o de esos otros de leche en los que Belén Rueda nos intentaba convencer de que mantenía sus huesos sanos a costa de una ingesta adecuada de, pues eso, leche.

Sí, hablo de los anuncios que nadie quería ver, que todo el mundo evitaba antes de entrar en la sala del cine y que, sin embargo, tenían un encanto especial. Un encanto tan sumamente especial que, una vez, uno de esos anuncios fue motivo de una de las situaciones más vergonzosas de toda mi vida.



Antes de contaros la situación a la que me vi expuesto con tan solo 14 años en el cine, quiero hacer una especie de línea temporal que me llevará desde el anuncio que más me hace rememorar esas viejas visitas al cine, hasta aquel que sentenció mi fama de chico mínimamente espabilado.

Como origen de mi interés por estas interesantes herramientas publicitarias, está el anuncio de Movierecord – una empresa española de gestión publicitaria en cines cuyo anuncio era proyectado en casi el 99% de las salas a las que yo acudía de pequeño junto a aquel otro anuncio del Mesón que no conocía ni su padre y del que sólo recuerdo el plano de una pata de jamón que me abría el apetito.


Sin embargo, y muy a mi pesar, este encantador anuncio (con esa característica melodía) no lo veo desde hace años. Ahora, habiéndome cambiado de cine, nos ofrecen otras armas publicitarias en las que se motiva esa gula tan inadecuada – y que, por desgracia, cada día desarrollo más – que nos lleva a comprar cantidades indecentes de palomitas.


Estos nuevos anuncios nunca llegarán a ser míticos. Dentro de veinte años no voy a echar la vista atrás y voy a rememorar con nostalgia ese maldito anuncio que me llevó a desarrollar una obesidad mórbida. No. Los anuncios que marcan mi existencia como cinéfilo son aquellos que, a pesar de que me los sabía de memoria, no tenía ni idea de qué iban. Un ejemplo de ello es el anuncio de Servicaixa – que aún se puede ver en algunos cines.


Y, bueno, luego están aquellos anuncios que no es que te hagan sentir una grandísimas nostalgia, sino que te marcan de por vida. Esos anuncios que contemplas el día que vas a ver Elektra al cine con un íntimo amigo tuyo y su padre.

Era sábado. Llovía y, como consecuencia, las clases de tenis a las que solía acudir por la tarde habían sido anuladas. Ante esto, al padre de mi amigo se le ocurrió la genial idea de llevarme al cine con ellos.

Yo aún no era un fanático del séptimo arte pero, en fin, era un plan con un gran amigo mío que seguro que sería divertido – por lo menos porque comeríamos palomitas. Me senté entre padre e hijo y estos anuncios de los que os he estado hablando, comenzaron.

Fue entonces cuando, salido de la nada, apareció este mismo anuncio en pantalla:


En condiciones normales, no habría pasado absolutamente nada pero, claro, yo me encontraba en esa edad en la que ver ciertas cosas en pantalla delante de adultos hacía que emergiese dentro de mí un sentimiento de vergüenza y culpa absolutamente injustificado pero exageradamente intenso. Todos hemos sufrido aquella situación en la que, viendo una película con tus padres, de repente los protagonistas deciden deshacerse de su ropa y empezar a hacer cosas raras en pelota picada encima de una cama mientras tu padre o tu madre te miran y te dicen: “tápate”, o mientras intentas disimular y actuar como si estuvieses viendo un corriente e inocente episodio de La Abeja Maya. Todos hemos pasado por esto. Y algunos seguimos sufriendo.

Sin embargo, aquel día yo no sentí mucha vergüenza porque la oscuridad de la sala del cine era un aliado muy importante que fomentaba mi capacidad de camuflaje y porque estaba bastante claro que el padre de mi amigo no me iba a decir nada.

Sin embargo, mi amigo sí tenía algo que decir. Algo muy - pero que muy – traumático.


Cuando el anuncio estaba a punto de acabar, mi amigo se acercó a mí y me susurró: “Jerry, ¿tú sabes qué es eso?”.

Está claro que yo sabía perfectamente qué era la herramienta que nos era presentada en el anuncio pero, sinceramente, no me parecía ni el momento ni el lugar para explicárselo a mi inocente colega. Por ello, y después de que mi cara adquiriese una expresión muy similar a la de Willi en la foto anterior, opté por responderle de la forma más sencilla posible: “No tengo ni idea”.

Y ahí fue cuando mi sentido común me traicionó y la ingenuidad de mi amigo sobrepasó los límites de lo vergonzosamente aceptable. Resulta que mi colega, se inclinó hacia delante, giró la cabeza en dirección a su padre, y susurró a un volumen que demostró lo frustrada que se sentía su capacidad de susurrar: “Papá, ni Jerry ni yo sabemos qué es eso. ¿Qué es?”.

No sé qué fue peor; si la pregunta de mi amigo, la respuesta de su padre, que todo el cine se enterase de la duda que “teníamos”, o que mi amigo no estuviese tomándole el pelo a su padre y lo estuviese preguntando en serio.

Pero, vamos a ver, ¿no sabéis qué es eso?” – contestó el adulto algo escandalizado mientras a Jerry se lo tragaba la butaca y a su amigo le brillaban los ojos de expectación a la respuesta que su padre le iba a dar.

Sin embargo, esa contestación nunca llegó; el adulto optó por dejar esa pregunta como retórica (¡y menos mal!) sin tener la mínima intención de explicarnos qué demonios era ese maldito paquetito que esa chica guarrindonga se había extraído del sujetador, lo había abierto y, al ver que el globito no se hinchaba, lo había arrojado al suelo como si de un desecho se tratase mientras unos poco comprensibles pies se movían inquietos. ¿Qué demonios?


Y yo me pregunto varias cosas: ¿Es normal que a los catorce años mi amigo no supiese qué era eso? ¿Es normal que recuerde a la perfección esa tarde y el posterior viaje de vuelta a casa en el que yo rezaba y rezaba para que mi inoportuno amigo no sacase el tema en mi presencia y así me pudiese ahorrar una situación más incómoda de la que ya había vivido? ¿Es normal que ese colega siga siendo mi amigo? ¿Es normal que me guste el  séptimo arte después de que me ocurran tantísimas desgracias en las salas de cine?

No tengo ni idea. Lo único que sé es que de todo se aprende, señores. De todo. Quizás esta desagradable situación sea la causa de que ahora no me atreva a hacer ni una sola pregunta en clase aunque una importantísima duda me atormente, o de que odie con todas mis fuerzas que la gente me haga preguntas para ver si sé o no sé algo. Yo qué sé. Lo que está claro es que ahora me toca a mí ser el adulto y, cuando mi hermano pequeño me preguntaba qué eran esos anuncios de esas cosas raras, yo me limitaba a decir con un tono desafiante: “Pregúntaselo a papá y mamá, a ver qué te dicen”.

A ver qué te dicen porque a mí aún no me han explicado qué es eso ni qué es cualquier cosa relacionada con ese mundillo de adultos tan incomprensible para mentes puras. Y no me han explicado nada por el simple hecho de que, desde aquel día, este tema tabú para mí se convirtió en doblemente tabú porque yo - a los catorce años - había sufrido que un amigo mío, de mi maldita edad, me preguntase qué era ese globito y, desde entonces, no tuve las agallas de hacer ni una mísera pregunta. Y mis padres se han ido de rositas.

Así que, que a mí que no me tosan más con este tema; yo ya cumplí con mi misión y, desde entonces, intento recurrir lo menos posible a la contestación: "No sé".

Si no queréis pasar vergüenza, inventaos algo.

De verdad. Desarrollad vuestra imaginación o haced como yo y decid:

"Pregúntale a TU PADRE"

Jerry. 

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