Hay veces en las que el destino me odia. Escribo esto en plena Semana Santa, soportando un patológico calor producto de alguna ciclogénesis explosiva aún no descubierta que favorece que mi hiperhidrosis (a la que a veces llamo hidronefrosis por eso de que tengo algún tipo de afasia de Wernicke no diagnosticada) florezca hasta límites insospechados. Yo quería hacer algo útil con mi vida aquella tarde de Abril. Ya sabéis: estudiar, sacar a pasear al perro que no tengo, terminar trabajos pendientes, hacer punto, trepar por las paredes de mi cuarto y colgarme para jugar a ser una lámpara, etc. Sin embargo, cuando tu impresora decide no hacerte caso a pesar de que no pares de hacer click en la opción “imprimir” o tu conexión a internet te asegura que está en pleno rendimiento aunque tu estés presenciado in situ que eso no es así, el destino deja de quererte y te impulsa a hacer cosas malas. “Cosas nazis” – como diría Peter Griffin (o una excelente hematóloga).
Por ello, ante la alineación
de los astros para que no estudie o haga cosas académicamente necesarias, se me
ocurrió ir al cine. Era miércoles, así que el precio no habría sido un problema
(recordemos: 3,90 – 3,90 – 3,90) y no me habría costado nada encontrar algún
acompañante. Como mi novia no se encontraba en Madrid porque - muy sabiamente -
se había ido a la playa, decidí escribir en el grupo de whatsapp familiar
(somos unos modernos en mi familia, hasta nos enviamos vídeos graciosos del
estilo de la Blancanieves Ibérica) proponiendo
hacer un plan familiar de esos que
tanto gustan a los padres. Sin embargo, antes de manifestarlo públicamente,
decidí consultar a mi hermano pequeño (o lo que es lo mismo: un acompañante
asegurado). Imaginaos cuál fue mi sorpresa cuando el renacuajo, muy avergonzado
y con un tono de voz que hacía evidente la lástima que sentía hacia su hermano
de 23 años sin potenciales acompañantes para ir al templo de Séptimo Arte, me
dijo: “Es que es la final”. La final
del maldito fútbol. No sé si lo sabíais, pero las finales de fútbol no son como
los Óscar: no se pueden ver a las 02:00am. Se tienen que ver en maldito horario
corriente: a las 21:30. Maldita sea. Tendré que ir al cine solo, porque si mi
familia falla por el fútbol, mis amigos fallan, y – aunque tenga que vigilar de
cerca a mis enemigos – no me apetecía llamarles. Tendré que volver a ir al cine
solo y experimentar todo lo que eso conlleva.
Llevo presumiendo de mi
patológica condición de cinéfilo desde hace muchos años. Sin embargo, hasta el
verano de 2013 no fui capaz de aventurarme a ir al cine completamente solo.
Pensaréis que no hace falta hacerlo para demostrar a la sociedad que de verdad
sientes pasión por el cine, pero, sorprendentemente, hay que hacerlo. La gente
de a pie no te considera cinéfilo si no has ido solo al cine: creen que eres
uno de esos cinéfilos de palo. De
rosa palo. Y, qué queréis que os diga, pero Jerry Jones no es un maldito
cinéfilo de palo-tilla. Es de todo menos prescindiblemente rosa. Es un
verdadero amante del cine digan lo que digan las malas, absolutistas y déspotas
lenguas acinéfilas.
Así que sí, señores. He ido al
cine solo muchas veces y sé lo que es ir al cine con la sola compañía de tu
ropa y de la atmósfera de lástima que se genera en torno a tu persona por culpa
de los dueños de esas acinéfilas lenguas que exigen a la minoría cinéfila que
vayan al cine solos para merecer su título para después demostrar - sin pudor
alguno - la LÁSTIMA que da el cinéfilo solitario. Ugh. Me da tantísima rabia
que estos portadores de amorales músculos linguales no sepan lo que significa
ir SOLO al cine, que he decidido contárselo. A ellos y a vosotros. Para que,
además de que algún wallflower pueda
empatizar con mi triste existencia, podáis pasar un buen rato leyendo lo que es
para Jerry Jones la experiencia de ir solo al cine maldito.
¿Dónde me siento para estar tranquilamente solo? ¿Fila 4 centrado? ¿Extremo fila 7? |
Al cine NO se puede ir sin los
deberes hechos: hay que saber qué películas hay y cuáles son las opciones con
más probabilidades de alcanzar tus expectativas. La gente – a estas alturas –
aún no sabe eso. Es más, ni siquiera saben que no se debe decir en alto lo
primero que se te pasa por la cabeza porque en la cola del cine, casi siempre,
suele haber algún cinéfilo solitario que, como es lógico y normal, al ir sin
acompañante tiende a prestar atención a lo que los demás espectadores dicen. Transcribo
una conversación presenciada a las 15:45 en la cola de la taquilla del cine
entre un grupillo de pijas de la tercera edad (sí, me dediqué a escribirla en
mi “bloc de notas” del móvil, ¿vale? Soy un cinéfilo solitario que esta mu loko):
- ¿Esta es nuestra amiga? (hablando de la jovencita que estaba en
la taquilla)
+ Sí, por la voz sí es.
- Pues yo creo que no es.
+ Que sí, mujer, que es nuestra amiga.
- Carolina por Dios Santo, pero si tú vienes menos que yo aquí. No me
lleves la contraria porque no sabes.
+ Yo lo se mejor.
- Bueno, bueno. ¿Entonces qué vemos?
+ ¿Tipos Legales por ejemplo?
Compraron dos entradas para Tipos Legales.
Tipos legales, señores.
La segunda vez que fui al cine
solo fui sin compañía alguna porque no me dio la gana. Un amigo mío me ofreció
ir con él y un conocido suyo, pero iban a ver El Llanero Solitario y, aunque toda actuación de Depp me hace mucha
gracia, no me apetecía nada. Mi amigo me insistió mucho en que fuese con ellos,
y por simple piedad, decidí contar una mentirijilla para que no se sintiese mal
por ir a ver una película que no me apetecía nada (mi amigo, al saber que El Llanero Solitario no me apetecía, me
había ofrecido cambiar la película… qué bonita es la amistad cuando no hay
partidos de fútbol): le dije que me quedaría en casa porque me encontraba
regular. Sin embargo, me moría de ganas de ir al cine, así que, para que no se
diese cuenta de que había tenido que
ir solo porque no quería ir a ver ese potencial ñordo de película, escogí otra (concretamente Kick Ass 2) que se proyectaba media hora después del inicio de El Llanero Solitario. Así los dos
saldríamos ganando: él se pensaría que no iba al cine porque me encontraba mal
de verdad, y yo vería una película sin que él se diese cuenta.
Sin embargo, imaginaos cuál
fue mi sorpresa cuando salí del cine y me lo encontré fumando en la maldita
puerta del edificio. Se me relajaron los esfínteres, experimenté una exagerada
miosis por la más prudente activación de mi sistema parasimpático, me
aumentaron muchísimo las dioptrías a pesar de que llevaba mis anteojos (-“Cuidado
con mis anteojos, Miguel”… +“Perdóname Juanito…”) e, inesperadamente,
experimenté la más oportuna de las hipoacusias. Pero, aún así, oía cómo decía
mi nombre, intuía cómo se acercaba hacia mí, cómo insistía en que me diese la
vuelta y me enfrentase a la realidad… Y me tuve que girar: “¡Hombre! No te había visto!”.
Lamentable. Última vez que miento por ir al cine. Porque mi amigo sabe que
estoy más loco que una cabra asesina, pero su amigo no. Y, después de eso (y de
empezar a leer MCDC) probablemente se
crea que “Jerry Jones” tendría que estar ingresado en la unidad de agudos de
psiquiatría.
En otras solitarias ocasiones
he tenido que sufrir verdaderas torturas. Una de ellas fue ir al cine sin el
móvil con la batería al máximo. En circunstancias normales no habría ocurrido
nada, pero no hay cosa más triste que llegar a la sala antes que nadie y no
poder interactuar con las múltiples herramientas o aplicaciones del teléfono
para dar a entender a todos los espectadores (que entran después que tú porque
has llegado demasiado pronto) que, a pesar de ir al cine solo, tienes una vida
social virtual lo suficientemente interesante como para no levantar la vista
hasta que las luces se apagan.
O lo que también puede ocurrir
es que llegues con muchísimo hambre, que te compres unas palomitas tamaño XXL
(si te compras palomitas, te las compras a lo grande) con su correspondiente
bebida y que, debido a que has tenido que hacer cola, llegues a la sala minutos
antes de que las luces se apaguen, de tal forma que todo el mundo que está ya
sentado (con sus respectivos acompañantes) te ven entrar solo y con un
esperpéntico recipiente de palomitas. En ese momento dejas de ser un mero
cinéfilo y pasas a ser un obeso solitario. Porque queda muy bonito compartir el
cubo de palomitas tamaño XXL con tu novia, pero es muy propio de los amantes
del síndrome metabólico hacer lo que yo hago.
Ya es que ni el mirar al móvil
te libra de la etiqueta que te acabas de ganar: el sedentario, asocial,
cotilla, obeso, desvergonzado y solitario individuo que se sienta en la fila 4
para evitar toda interacción social. Ese soy yo cuando voy al cine solo.
Di que sí, Jerry.
Jerry
Jerry
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