Muy en contra de lo que muchos
opinan, soy una persona extremadamente vergonzosa y, como tal, hay ocasiones en
las que el corazón me comienza a latir a mil por hora, mi cara se congestiona,
las cuerdas vocales comienzan a experimentar un tembleque más que descarado, y mi orgullo entra en un agujero negro
de difícil escapatoria.
Hasta hace muy poco tiempo,
esa vergüenza se manifestaba, con una excesiva frecuencia, en el sitio en el
que menos me compensa ponerme nervioso (obviamente, el cine) por el simple e
injusto hecho de que la gente no tiene ni maldita idea del maldito séptimo
arte y, sin embargo, tienden a articular una pregunta maldita que es - paradójicamente - extremadamente versátil para la vida cinéfila de todo humano contemporáneo.
No, mucha gente que va al cine
con frecuencia en realidad no tiene ni idea de lo que hace (y mucho menos de lo que pregunta). Ya no hablo de
conocimientos cinematográficos que les permitan valorar si una película es
buena técnicamente hablando o no, sino de que este prototipo de público sólo
acude a una sala para ver las películas que, o bien están de moda, o bien son
las más sonadas, no por su calidad, sino por las estrellas que figuran en el reparto
(entre otras causas que, honestamente, no me apetece un rábano discutir). Es
decir, cine comercial en su gran mayoría; nada de indie, nada de directores desconocidos, nada de títulos raros, nada
de personalidad, ni valor, ni esas cosas paranormales, ni tal y cual, ni quién
sabe. Como los patos, vamos.
Y, bueno, mi desafortunado amago
de conocimiento cinematográfico me ha llevado en varias ocasiones a
experimentar la más injustificada vergüenza ante individuos preguntones y, paradójicamente, “ignorantes” que
pasan de todo menos de curso (sí, me apetece decir estupideces para camuflar lo
bochornosas que pueden ser mis aventuras en mi amado santuario). Ajamen y
aguamen.
El primer incidente que tuve
ocurrió el día que fui a ver El
Imaginario del Dr. Parnassus; esa película de Terry Guilliam tan extraña,
tan visualmente espectacular y que vio su realización dificultada ante la
repentina y desafortunada muerte de su protagonista. La llegada al cine fue
totalmente corriente: mi acompañante y yo llegamos sin problema alguno al
grandioso edificio de Manoteras gracias a mi más que perfecto sentido de la
orientación, a mi fantástico don para encontrar huecos vacíos en el concurrido
parking y a mi más desafortunado afán por ir de healthy por la vida y decidir subir por las escaleras en vez del
ascensor (aunque luego me tome un Menú Big Mac con patatas fritas de tamaño
grande). Comprendan que a veces uno tiene que echarse flores a sí mismo antes
de contar eventos potencialmente cancerígenos para la fama que tiene.
Total, que en plenas escaleras
me encuentro con el hermano de una ex novia acompañado por su novia que, al
mismo tiempo, es una íntima amiga de la ya mencionada ex novia. Su hermano creo
que no me quería mucho, sin embargo, como iba acompañado de una colegui de mi antiguo colegio, consideró
oportuno ser cordial conmigo y me saludó muy cortésmente (aunque, ojo, el día
que le vi en el cine antes de ver Los
Juegos del Hambre no se dignó a estrecharme la mano a pesar de que yo me
levantase de mi ya caliente butaca, le tendiese la mano muy diplomáticamente y
él, acompañado por una novia distinta, experimentase una extremadamente
oportuna agnosia a los ex novios de su hermana, dejando en un estado de
peligrosa depresión a mi ya congelada mano y a mi más decepcionada educación).
Volviendo al saludo del día
del Dr. Parnassus, el joven – que,
recuerden, en esta ocasión se comportó de una correctísima forma – entabló una
conversación conmigo mientras mi acompañante (que, por aquel entonces, era mi
novia) hablaba con la novia (que, recordemos, era amiga de mi ex novia [hermana
del novio de la que hablaba con mi novia que ya no es novia, por lo que también
es ex novia [que sí, el tema de hoy es “novias,
ex novias, y novias de hermanos de ex novias”]]) y, como todos sabemos, la
pregunta fundamental cuando te encuentras con alguien en el cine es “¿qué película vas a ver?”.
No falló y, aunque siempre
suelo ser yo el que la pronuncia por ese pronto cinéfilo cotilla al que tanto
nutro para que no se debilite, fue él quien la entonó. El hermano, sin embargo,
al oir mi respuesta fue lo suficientemente desgraciado como para contestar – mientras
se partía de risa pese a mi cara de po-po-póker
face ma ma ma maaa Lady Gaga one two three -, lo siguiente:
“La película la ha escogido ella, ¿verdad?”.
No le dije “Eeeeh, ola ke ase?” porque el verbo “aser”
(gerundio: asiendo) aún no existía.
Pero ¿qué demonios se piensa el hermano de la ex novia que estaba diciendo? ¿A
caso está dejando caer que la película – que trata de cómo un mago hace un
pacto con el diablo en el que la garantía es su hija que, eventualmente, será
salvada por un fantástico Heath Ledger – era de niñas? Mi vergüenza pronto se
convirtió en miedo y, como todos nos conocemos la famosísima lección de Yoda “el miedo lleva a la ira, la ira lleva al
odio y el odio, lleva al sufrimiento”, pronto mi ira – que no estaba
preparada aún para digievolucionar a
sufrimiento – activó mis cuerdas vocales con una excesivamente potente descarga
electrónica (que no eléctrica) y
entonó un “NO” inductor de la más
estupefacta cara de pescado empanado (y
no, no estoy hablando en malditos términos culinarios) que jamás hayáis visto
en la historia de nuestras míseras y saladas existencias.
Al entrar en la sala la ira digievolucionó en sufrimiento, y ya sí me
sentí como un auténtico pescado.
En otra ocasión muy distinta, volví
al cine con la que por aquel entonces seguía siendo mi novia (que no era la hermana del
joven que, por lo visto, no elige películas sino que se las eligen) y con uno de mis muy
buenos amigos. Mi amigo estaba soltero. Yo iba con mi novia. ¿Era una cita
amorosa y privada? La verdad es que lo desconozco. En realidad desconozco la relación
que mi amigo tenía con mi novia porque vieron Crepúsculo juntos… sin mí. Lo siento señores, ni el más absoluto
amor es capaz de arrastrarme a una sala de cine a ver a vampiros comer morros
de mortales que en realidad aman a un hombre lobo con cara de Baby Born. La única gente que debería
tener cara de Baby Born es aquella
que se hace pis en la cama como Cocoliso,
no actores de cine que interpretan a feroces lobos sedientos de sangre. ¿Es que
alguien se imagina a un Baby Born cuyas papilas gustativas explotasen de
emoción ante la idea de poder alimentarse de vísceras frescas de ciervo? Madre
mía, ¿quién se encargaba del reparto de esas películas?
En fin, fui a ver Watchmen (creo que, definitivamente, no
era una cita romántica), y después de comprar las entradas, por razones que no
recuerdo nos dirigimos hacia el 100
Montaditos. Mi sorpresa fue suprema cuando llegamos al restaurante en
cuestión, y nos encontramos a la madre de mi novia, su tía y su primo cenando.
Habían salido del cine.
Después de los oportunos
saludos y de los vergonzosos pensamientos que rondaban mi cabeza (de temática “la madre de mi novia se va a pensar que
llevo a mi novia al cine con un amigo mío”), la obligadísima pregunta fue
articulada por el primo de la novia (esa novia que, en la anterior ocasión, había hablado
con la novia del hermano de mi ex novia). Cuando escuchó la contestación (que
la di yo porque ninguno de mis dos acompañantes se sabían el nombre), la cara
de kease (también llamada: keaseres) la pusieron el primo, la
madre y la tía, y la cara de tomate podrido la puse yo porque, por aquel
entonces, aún no consideraba que mi amor por películas basadas en cómics
(llamadlas si queréis raras o frikis porque, afrontémoslo, antes NO estaban de moda) era totalmente
aceptable.
Cara de Keaseres, señores. Creo que no sabéis la vergüenza que induce esa
cara; es casi igual de mortal que la cara que se les queda a las víctimas de
Samara.
Casi.
No tengo más que decir… salvo
que yo antes ligaba.
Jerry
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