miércoles, 2 de octubre de 2013

Jerry Jones y El Cine Maldito: La Maldita y Versátil Pregunta Cinéfila


Muy en contra de lo que muchos opinan, soy una persona extremadamente vergonzosa y, como tal, hay ocasiones en las que el corazón me comienza a latir a mil por hora, mi cara se congestiona, las cuerdas vocales comienzan a experimentar un tembleque más que descarado, y mi orgullo entra en un agujero negro de difícil escapatoria.

Hasta hace muy poco tiempo, esa vergüenza se manifestaba, con una excesiva frecuencia, en el sitio en el que menos me compensa ponerme nervioso (obviamente, el cine) por el simple e injusto hecho de que la gente no tiene ni maldita idea del maldito séptimo arte y, sin embargo, tienden a articular una pregunta maldita que es - paradójicamente - extremadamente versátil para la vida cinéfila de todo humano contemporáneo.

No, mucha gente que va al cine con frecuencia en realidad no tiene ni idea de lo que hace (y mucho menos de lo que pregunta). Ya no hablo de conocimientos cinematográficos que les permitan valorar si una película es buena técnicamente hablando o no, sino de que este prototipo de público sólo acude a una sala para ver las películas que, o bien están de moda, o bien son las más sonadas, no por su calidad, sino por las estrellas que figuran en el reparto (entre otras causas que, honestamente, no me apetece un rábano discutir). Es decir, cine comercial en su gran mayoría; nada de indie, nada de directores desconocidos, nada de títulos raros, nada de personalidad, ni valor, ni esas cosas paranormales, ni tal y cual, ni quién sabe. Como los patos, vamos.

Y, bueno, mi desafortunado amago de conocimiento cinematográfico me ha llevado en varias ocasiones a experimentar la más injustificada vergüenza ante individuos preguntones y, paradójicamente, “ignorantes” que pasan de todo menos de curso (sí, me apetece decir estupideces para camuflar lo bochornosas que pueden ser mis aventuras en mi amado santuario). Ajamen y aguamen.


El primer incidente que tuve ocurrió el día que fui a ver El Imaginario del Dr. Parnassus; esa película de Terry Guilliam tan extraña, tan visualmente espectacular y que vio su realización dificultada ante la repentina y desafortunada muerte de su protagonista. La llegada al cine fue totalmente corriente: mi acompañante y yo llegamos sin problema alguno al grandioso edificio de Manoteras gracias a mi más que perfecto sentido de la orientación, a mi fantástico don para encontrar huecos vacíos en el concurrido parking y a mi más desafortunado afán por ir de healthy por la vida y decidir subir por las escaleras en vez del ascensor (aunque luego me tome un Menú Big Mac con patatas fritas de tamaño grande). Comprendan que a veces uno tiene que echarse flores a sí mismo antes de contar eventos potencialmente cancerígenos para la fama que tiene.

Total, que en plenas escaleras me encuentro con el hermano de una ex novia acompañado por su novia que, al mismo tiempo, es una íntima amiga de la ya mencionada ex novia. Su hermano creo que no me quería mucho, sin embargo, como iba acompañado de una colegui de mi antiguo colegio, consideró oportuno ser cordial conmigo y me saludó muy cortésmente (aunque, ojo, el día que le vi en el cine antes de ver Los Juegos del Hambre no se dignó a estrecharme la mano a pesar de que yo me levantase de mi ya caliente butaca, le tendiese la mano muy diplomáticamente y él, acompañado por una novia distinta, experimentase una extremadamente oportuna agnosia a los ex novios de su hermana, dejando en un estado de peligrosa depresión a mi ya congelada mano y a mi más decepcionada educación).


Volviendo al saludo del día del Dr. Parnassus, el joven – que, recuerden, en esta ocasión se comportó de una correctísima forma – entabló una conversación conmigo mientras mi acompañante (que, por aquel entonces, era mi novia) hablaba con la novia (que, recordemos, era amiga de mi ex novia [hermana del novio de la que hablaba con mi novia que ya no es novia, por lo que también es ex novia [que sí, el tema de hoy es “novias, ex novias, y novias de hermanos de ex novias”]]) y, como todos sabemos, la pregunta fundamental cuando te encuentras con alguien en el cine es “¿qué película vas a ver?”.

No falló y, aunque siempre suelo ser yo el que la pronuncia por ese pronto cinéfilo cotilla al que tanto nutro para que no se debilite, fue él quien la entonó. El hermano, sin embargo, al oir mi respuesta fue lo suficientemente desgraciado como para contestar – mientras se partía de risa pese a mi cara de po-po-póker face ma ma ma maaa Lady Gaga one two three -, lo siguiente:

“La película la ha escogido ella, ¿verdad?”.


No le dije “Eeeeh, ola ke ase?” porque el verbo “aser” (gerundio: asiendo) aún no existía. Pero ¿qué demonios se piensa el hermano de la ex novia que estaba diciendo? ¿A caso está dejando caer que la película – que trata de cómo un mago hace un pacto con el diablo en el que la garantía es su hija que, eventualmente, será salvada por un fantástico Heath Ledger – era de niñas? Mi vergüenza pronto se convirtió en miedo y, como todos nos conocemos la famosísima lección de Yoda “el miedo lleva a la ira, la ira lleva al odio y el odio, lleva al sufrimiento”, pronto mi ira – que no estaba preparada aún para digievolucionar a sufrimiento – activó mis cuerdas vocales con una excesivamente potente descarga electrónica (que no eléctrica) y entonó un “NO” inductor de la más estupefacta cara de pescado empanado (y no, no estoy hablando en malditos términos culinarios) que jamás hayáis visto en la historia de nuestras míseras y saladas existencias.

Al entrar en la sala la ira digievolucionó en sufrimiento, y ya sí me sentí como un auténtico pescado.


En otra ocasión muy distinta, volví al cine con la que por aquel entonces seguía siendo mi novia (que no era la hermana del joven que, por lo visto, no elige películas sino que se las eligen) y con uno de mis muy buenos amigos. Mi amigo estaba soltero. Yo iba con mi novia. ¿Era una cita amorosa y privada? La verdad es que lo desconozco. En realidad desconozco la relación que mi amigo tenía con mi novia porque vieron Crepúsculo juntos… sin mí. Lo siento señores, ni el más absoluto amor es capaz de arrastrarme a una sala de cine a ver a vampiros comer morros de mortales que en realidad aman a un hombre lobo con cara de Baby Born. La única gente que debería tener cara de Baby Born es aquella que se hace pis en la cama como Cocoliso, no actores de cine que interpretan a feroces lobos sedientos de sangre. ¿Es que alguien se imagina a un Baby Born cuyas papilas gustativas explotasen de emoción ante la idea de poder alimentarse de vísceras frescas de ciervo? Madre mía, ¿quién se encargaba del reparto de esas películas?


En fin, fui a ver Watchmen (creo que, definitivamente, no era una cita romántica), y después de comprar las entradas, por razones que no recuerdo nos dirigimos hacia el 100 Montaditos. Mi sorpresa fue suprema cuando llegamos al restaurante en cuestión, y nos encontramos a la madre de mi novia, su tía y su primo cenando. Habían salido del cine.

Después de los oportunos saludos y de los vergonzosos pensamientos que rondaban mi cabeza (de temática “la madre de mi novia se va a pensar que llevo a mi novia al cine con un amigo mío”), la obligadísima pregunta fue articulada por el primo de la novia (esa novia que, en la anterior ocasión, había hablado con la novia del hermano de mi ex novia). Cuando escuchó la contestación (que la di yo porque ninguno de mis dos acompañantes se sabían el nombre), la cara de kease (también llamada: keaseres) la pusieron el primo, la madre y la tía, y la cara de tomate podrido la puse yo porque, por aquel entonces, aún no consideraba que mi amor por películas basadas en cómics (llamadlas si queréis raras o frikis porque, afrontémoslo, antes NO estaban de moda) era totalmente aceptable.

Cara de Keaseres, señores. Creo que no sabéis la vergüenza que induce esa cara; es casi igual de mortal que la cara que se les queda a las víctimas de Samara.

Casi.


No tengo más que decir… salvo que yo antes ligaba.

Jerry

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