Viviendo en una sociedad en la
que los jóvenes tienden a reunirse todos los fines de semana para consumir
sustancias etílicas descaradamente nocivas para la salud pero sumamente
infravaloradas por la sociedad, no es de extrañar que gran parte de los
integrantes de estas nuevas generaciones guarden en su memoria - o en sus
defectuosas lagunas - múltiples anécdotas divertidas que destacan por el poco
sentido que tienen y el esperpéntico nivel de etanol en sangre bajo el que se
realizaron.
Sin embargo, ¿cuántos de estos
jóvenes se han ido de compras cinéfilas con cuatro cervezas de más? Pues la
verdad, no tengo ni idea. Yo personalmente no lo he experimentado. Pero, que no
cunda el pánico, porque lo que sí he hecho ha sido ir de compras cinéfilas con
un chute importantísimo de una sustancia que los jóvenes de hoy en día también
consumen muy frecuentemente, en unas proporciones épicas, con una soltura
admirable, y con unos efectos terriblemente estimulantes.
Sí, estamos hablando de la
cafeína.
Todo ocurrió cuando comencé a
tener dinero propio, ya que esa cartera – que pretende ser formal y no deja de
pertenecer a una marca que, si os soy completamente sincero, no tengo ni idea
de la que es porque la cartera es de esas publicitarias – comenzó a estar cargada
de un “mísero” billete de diez euros que puede ser el responsable del mayor
apocalipsis del honor y la desvergüenza humana.
Y es que yo, con una mínima dosis
de gas – y consecuente cafeína - de una Coca-Cola, ya sucumbo a los placeres de
la “Oferta: DVDs a 9 euros”. Sin
embargo, normalmente no veo estas ofertas o, desgraciadamente, no tengo el
dinero suficiente para comprarlas así que, cuando las veo, me convierto en un zombie sediento de vísceras cinéfilas para
ampliar mi sagrada filmoteca.
Ay mi filmoteca.
Un soleado día, hace ya muchos
meses, se dio la apoteósica situación en la que los niveles de cafeína en mi
propia sangre sobrepasaban lo políticamente aceptable hasta tal límite que, si
me hubiesen sometido a un odioso control de alcoholemia (¡Oh!, Mr. Policeman), habría dado positivo. No sé cómo, pero lo
habría dado. Os lo aseguro.
Así que yo, embriagado por un
bienestar pleno y con mi sexy money (diez euritos) en el bolsillo que, en principio, me iban a
pagar el metrobús para volver a casa,
decidí pasarme por la Fnac para llevarme algo.
Con energía positiva
emergiendo por mis poros, y un goloso exoftalmos más propio de un correctísimo
hipertiroidismo, atravesé las puertas correderas (que me dan un miedo horrible
por si comienzan a graznar como aves afónicas en celo), y me adentré en una de las bocas de lobo más
bochornosas en las que jamás me he metido.
Eran las 16:00h, y mi
deliciosa hamburguesa de Foster’s
Hollywood acaba de empezar a desintegrarse por el corrosivo ácido de mi
estómago. No tenía sopor alguno porque, además de que la cafeína estaba
ejerciendo su función adecuadamente, yo soy de ese tipo de personas que piensan
que la siesta es una de las más desastrosas costumbres de nuestra era. Así que,
soportando el peso de mi distendido abdomen, subí dos plantas por las escaleras
mecánicas y comenzaron las olimpiadas cinéfilas que intentarían que la grasaza de la hamburguesa que había
digerido no incrementase mi IMC ni un PO-QUI-TO.
Primero estuve por Ciencia Ficción, para pasarme más tarde
al rincón “Series” (del que casi
nunca me llevo nada por el elevadísimo coste de sus productos) y terminar en “BSO”.
- Oooooooh – exclamé al más puro estilo alienígena de los ganchosos marcianos de juguete. ¡Qué de
delicias! Desde la recopilación de todas las canciones de Star Wars, pasando por la dulce Moonrise
Kingdom de Desplat y por la aún yet-to-come
Prometheus. Comencé a salivar – a
pesar de que mis babosas glándulas estuviesen más secas que el co…che de la
Bernarda - y cogí dos CDs. Sí, bueno, tenía sólo 10 euros pero ¿y qué? A lo
mejor me encontraba un billete de 100 euros en el suelo. Las posibilidades más
improbables nunca deben dejar de ser parte de nuestro saco de posibles posibilidades.
Es bastante más probable que me encuentre un billete verde a que entre por la
puerta mi profesora de “Efectos cardiovasculares de las hormonas sexuales”
anunciando que paga su tarjeta de crédito.
Tras esa verdosa e imposible reflexión,
pensé: “No, BSOs no: eso mejor lo reservo
para el día que de verdad me encuentre 100 euros”. Así que proseguí con mi odisea
particular en una sección que no sé cómo se llama pero que tenía títulos que eran innovadores, independientes, creativos o que, simplemente, nadie vulgar
querría comprar. Cogí Melancolía (maldito
el día en el que mis amigos no me acompañaron al cine a verla), agarré HappyThankYouMorePlease (¿por qué no tuve agallas para ir a verla? (...) ¿Agallas?), me puse bajo el brazo Magnolia, dejé Magnolia
(era la versión especial y, seamos honestos, ya tengo el DVD normal y corriente…
duh), entonces vi - y enganché - Where the Wild Things
Are (malditos amigos: siempre me la juegan) y, abrazando esas tres
películas como si ya perteneciesen a la herencia que clarísimamente dejaré a
mis hijos, cambié de sección.
La intriga me estaba devorando
los sesos (porque, atención, los hombres sabemos hacer la digestión y, al mismo
tiempo, devorarnos a nosotros mismos pensando en películas): sólo tenía dinero
para una película y no sabía cuál me iba a llevar. Sin embargo, necesitaba estar en contacto físico con
todas las candidatas mientras me explicaban por qué tenían que venirse a casa
conmigo y porque, lógicamente, si dejaba alguna de las elegidas en su sitio,
cabía la posibilidad de que justo llegase algún cretino dispuesto a coger la película que – por si no fuera poco –
podría ser el último ejemplar de la tienda. Comportamiento real, señores: incluso en estado de sobriedad.
Mi conducta empezaba a ser extremadamente
patológica (además de, paradójicamente, común en mi persona), pero yo seguía viendo películas y poniéndomelas entre los brazos al
mismo tiempo que experimentaba los efectos de la cafeína y un mareo que
duplicaba todas las películas situadas en mi campo visual por tres.
Ya llevaba seis películas.
Ya llevaba seis películas.
Miré a un lado y a otro para
ver si los dependientes me observaban y así preguntarles que por qué demonios
las películas estaban digievolucionando en los estantes y replicándose por gemación a un ritmo
vertiginoso, y conseguí apreciar cómo uno de ellos me vigilaba con una mirada
que apestaba a la súper común conducta de sacar una pokeball en un intento de capturarme para llevarme a un zoo de
cinéfilos desquiciados.
Lo que él no sabía es que a
mí, como mínimo (y por mi naturaleza Kangaskhaniana),
se me captura tras tirarme dos rocas y con una safariball. Nunca subestiméis el poder de las safariballs.
Llevaba ya ocho películas bajo
el hombro: sólo me cabrían dos más como mucho. El Tren de las 3:10 me apetecía verla, y Mystic River hacía siglos que no la veía. Me las llevo, doy un giro
de 180 grados (que probablemente sería uno de 360 repetido siete veces porque –
tal y como pasa con las Pringles y
con la diarrea coleriforme - cuando haces pop
con los giros en la Fnac ya no hay stop) y, cual pokémon salvaje en la
hierba de aspecto de arbusto de jardín de Los
Sims, el maldito dependiente apareció.
- ¿Puedo ayudarle en algo? Soy
Mr. Policeman.
+ Sí, podría prestarme 50
euros para poder llevarme todas estas películas… Porque, ya le adelanto, que odio el control de alcoholemia.
- ¿Disculpe?
+ Usted me ha preguntado que
si puede ayudarme en algo, yo le he dicho en qué sí y en qué no. ¿Acaso me ha
robado usted los 100 euros que me iba a encontrar en el suelo por esa
repentina dirección que la Ignatius-J-Reillyana
Fortuna había decidido tomar?
- No
+ Pues entonces tire su
pokeball al suelo cual colilla fumada en estado de embriaguez.
- Creo que debería dejar las
películas en su sitio y dejar la cafeína.
+ I don’t care. I loOoOove it.
Obviamente esa conversación no
tuvo lugar. Le contesté con un educado “No,
muchas gracias”. Me dirigí hacia los estantes y, como buen cliente y
persona cuerda que sabe perfectamente que no se va a poder llevar tantas
películas a casa, dejé todas las candidatas en su sitio excepto una. Pagué y
salí.
Y es que, no sé si a vosotros os pasará, pero cada vez que me voy de "compras cinéfilas", me quiero llevar a casa el 70% de la tienda y, independientemente del nivel de cafeína (o etanol) en sangre, siempre termino con una cantidad grotesca de películas, bandas sonoras, y series bajo el brazo. Sí, sí: bajo el brazo. No cojo cestas ni carritos al entrar en la tienda porque sé perfectamente que sólo me voy a llevar una mísera película pero, aún así, sigo insistiendo en coger todos los DVDs que puedo con mis propias manos desafiando los límites de mi salud mental.
En aquella ocasión, está claro lo que pasó: me volví andando a
casa porque no tenía dinero para el metrobús y, efectivamente, esa noche tuve resaca.
Porque sí, habían sido cervezas.
Porque sí, habían sido cervezas.
Jerry
tengo la duda, y cual te llevaste?¿?¿
ResponderEliminarEl día que la someta a crítica, lo diré jajaja ;)
EliminarUn buen relato.... muy entretenido. Pero, Y la película? Cual era?. Remarcar que aunque volviste andando, aun te dió para la hamburguesa!!
ResponderEliminar¡Muchas gracias , Armachí! ¡Y tienes toda la razón! La película en cuestión ya la desvelaré cuando la someta a crítica o cuando encuentre otra entrada en la que poder incorporarla (estas cosas dan mucho de sí...). ¡Un saludo!
EliminarJajajajajaaaa!!!!
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