Hace tiempo tuve una novia a
la que decidí llevar al cine porque, ir al cine (digan lo que digan las asquerosamente
malditas comedias románticas), es el típico plan de novios. Yo quería presumir
de ser alguien en la vida: soy maduro, moderno y sé dónde llevar a mi ingenua
novia, ¿vale?
Por aquel entonces, yo rozaba
la mayoría de edad y comenzaba a ser un forofo del Séptimo Arte. Aunque,
atención, quien dice forofo se
refiere a ese tipo de personas que presume de amar algo cuando en realidad no tiene
ni la más remota idea de qué es exactamente lo que tiene que ser amado (sí, yo
tengo mi propia RAE: así me las gasto en mi tiempo libre).
Ante esta desconocida
ignorancia, yo no apreciaba aún la oscurísima cara oculta de las críticas de
cine y, asquerosamente seguro de mí mismo, escogía la película según el número
de estrellitas que algún crítico de algún periódico de alguna comunidad
autónoma le otorgase. Sí, sí, sí: pura genialidad.
Asi que elegí una comedia indie. Yo no tenía ni puñetera idea de
lo que era una maldita película indie
pero, ¡qué demonios!, sonaba muy cool
y probablemente sería la elección perfecta para sorprender a mi chica.
Sí, señores: quería
sorprenderla porque no sabía con qué narices sorprenderla. El perfil de novio
que ella se estaba dibujando en su joven mente era la de un inseguro patán
carente de iniciativa que se limitaba a recurrir a un mismo plan día tras día para
después volver a casa con un miserísimo beso robado. Maldita sea la jodida* pubertad y la maldita ignorancia
cinematográfica.
Lo consulté con ella y la
pobre, fiándose plenamente de alguien que alardeaba de saber de cine aunque no
resultase extremadamente convincente en otros terrenos de la vida moderna, accedió. Y ahí comenzaron los
problemas.
Yo era menor de edad y
obviamente no tenía coche, así que tuvimos que ir en metro. Vaya patán. Vaya
grandísimo patán pringado que quiere sorprender a su novia. No se os ocurra ir
en metro al cine con vuestra novia cuando estéis en la pubertad porque ya toda
la carisma de ir al cine queda borrada de la faz de la relación con el olor a
humo, el buen hombre que se te sienta al lado (y que encima huele a pro-emética fritanga) y el
anuncio de “próxima parada: bla-bla-bla” que, combinado con el desagradable sonido del tren, te obliga a permanecer en un silencio
sepulcral e incómodo que sólo Uma Thurman sabría cómo solucionar. Así que, cuando
vayáis en metro de Madrid (que a pesar de ser un gran metro, NO VUELA), llevad unos cascos para aislaros del ruidoso y apestoso mundo
exterior... sí, aunque estéis con vuestra amada (o maldita - depende de cómo lo veáis) novia.
Lección Cinéfila del día: las únicas veces que debéis ir en metro al
cine siendo un joven hormonado en la flor de la vida debe ser para ver
películas como 'Torrente' con tus amigotes
del colegio.
Cogimos el tren, llegamos al
cine. Y ¡ZAS! Sorpresa. ¿A quién se le ocurre ir al cine a las 17.00 de la
tarde un sábado? A nadie salvo a un patán hormonado, porque todo el mundo (salvo los patanes hormonados y... los patos) sabe que el sábado a esa hora el cine está más lleno que el supermercado a las 12:00pm (y esto lo sé por mi madre - que mi madre sabe mucho).
¡Vaya desilusión! Hacer cola mientras mandas a tus ojos espiar al resto de los cinéfilos por si aparece tu madre, tu abuela o tu profesora del colegio para preguntarte con tono gentil qué estás haciendo ahí y quién es la simpatiquísima jovenzuela que está a tu lado (a lo que cualquiera responde: "malditas hipócritas, ya sabes dónde estamos y ya sabes qué hago con una chica a la que tengo cogida la mano pero que en estos momentos se me está resbalando por la cantidad de sudor que mis poros están dejando salir"). En fin, pudrámonos en el infierno de la infravalorada y peligrosa inseguridad adolescente.
¡Vaya desilusión! Hacer cola mientras mandas a tus ojos espiar al resto de los cinéfilos por si aparece tu madre, tu abuela o tu profesora del colegio para preguntarte con tono gentil qué estás haciendo ahí y quién es la simpatiquísima jovenzuela que está a tu lado (a lo que cualquiera responde: "malditas hipócritas, ya sabes dónde estamos y ya sabes qué hago con una chica a la que tengo cogida la mano pero que en estos momentos se me está resbalando por la cantidad de sudor que mis poros están dejando salir"). En fin, pudrámonos en el infierno de la infravalorada y peligrosa inseguridad adolescente.
Aunque, pensándolo bien, lo
peor de todo no fue esperar la cola. Lo peor de todo fue que soy un maldito
patán cagaprisas que va al cine con
un tiempo sobre-exagerado (sí, sobre-exagerado ¿vale?) que favorece que te de
tiempo a comprar las entradas sin problemas y a, ya de paso, aburrirte y
no saber qué demonios decirle a tu novia quien, a estas alturas, estará
alucinando con la capacidad que tienes de arrastrar a los demás como un gallo con
discapacidad psíquica total.
Por si no fuera poco, un
adolescente hormonado no tiene dinero; lo que equivale a que ni palomitas, ni bebidas. Si tienes sed,
vete al bonito grifo del baño, guapa. Yo esperaba que ella hubiese comido mucho
porque, muy a mi pesar, si quería palomitas se las tendría que comprar ella con
su pasta. Aunque, a decir verdad,
dudo que lo hubiese hecho porque el que tu novia se compre palomitas y tú no,
lleva un subtítulo muy evidente que dice: autodestruye
la relación engordando, foca.
Bueeeeno, primera cita que teníamos en el
cine. ¡Qué romántico! ¡Oh, Cine! ¡El cine es un lugar de desorbitada intimidad! ¡Una vez nos metamos en la sala, nada más
podrá salir mal!.
Mentira, joder*. Mentira jodida*.
¿Véis? Las malditas comedias románticas son venenosas porque, aparte de que en ellas los jóvenes enamorados siempre tienen palomitas y bebidas, nos llevan a creer que cuando quedes por primera vez con tu novia en el cine vas a estar en una sala poblada por dos parejas de abueletes y una de jóvenes hormonados como tú que distan de ti kilómetros cuadrados. Pero, como de costumbre, las jodidamente* malditas comedias románticas se equivocaron: sala prácticamente llena de adultos que nos miraban con desaprobación.
¿Véis? Las malditas comedias románticas son venenosas porque, aparte de que en ellas los jóvenes enamorados siempre tienen palomitas y bebidas, nos llevan a creer que cuando quedes por primera vez con tu novia en el cine vas a estar en una sala poblada por dos parejas de abueletes y una de jóvenes hormonados como tú que distan de ti kilómetros cuadrados. Pero, como de costumbre, las jodidamente* malditas comedias románticas se equivocaron: sala prácticamente llena de adultos que nos miraban con desaprobación.
Muy bien. Es inminente: me va
a dejar.
La película comienza y, por
unas razones o por otras, nos quedamos con cara de WTF (y si no sabes qué es "WTF" es que no eres lo suficientemente esnob como para haber pasado una pubertad en la que eras un patán pringado)... y es que la película empezó de la forma más rara que os
podáis haber imaginado: un corto pseudo-pornográfico (para las inocentes mentes
que teníamos por aquel entonces) que, muy a mi pesar, hizo que mi novia se
ruborizase y se sintiese incómoda ante los senos femeninos que aparecían en
escena. ¡Maldita sea, que la pobre chica sólo tiene 16 años y va a un colegio
de monjas! Ay, qué tiempos aquellos.
Pero bueno, la película comenzó
y toda vergüenza desapareció de su persona para traspasarse a la mía. Me
explico:
Para empezar, no me atreví a
darle la mano a mi pichoncito en
medio de la proyección. Sí, bueno, independientemente de que estuviésemos en la
edad de “dar la mano en el cine a la
novia porque eso es lo que los buenos novios de tu edad hacen” no tenía por
qué hacerlo y menos aún si tenía 800 pares de ojos adultos mirándome fijamente
y pensando: “espero que esa pareja no sea
una de esas que van al cine para darse besos porque en la calle les da
vergüenza y en sus casas no están solos”.
Así que, la hora y media de la
película me la pasé pensando en qué estarían pensando mi novia, el viejete de la fila de atrás y el
matrimonio de mi derecha. Ahora odiaba el cine: lo odiaba con todas mis
fuerzas.
Y bueno, no quiero hacer
especial hincapié en la película pero creedme cuando os digo que jamás, y
repito: jamás, llevéis a una de vuestras novias al cine habiendo tan solo
mirado la calificación por estrellas que cualquier revista cinematográfica le otorga
a la película, porque, si lo hacéis, os pasará como a mí: la película resultará
ser un bodrio de proporciones épicas que gusta a 1 de cada 100000 personas
adultas por el hecho de que, pues eso, es terriblemente excéntrica. Qué buena
elección Jerry: disfruta mientras tiras tu relación por la borda.
La película terminó, me puse
la cazadora, miré a mi posiblemente ex-novia y nos reímos. Fue entonces cuando
ella me miró con una expresión bastante avergonzada y me dijo: “necesito ir al baño”.
Y entonces me di cuenta de que
yo también tenía unas ganas imperiosas de ir al cuarto de baño a vomitar el desayuno, la comida, la cena que aún no había tomado y mi maldito conocimiento del cine por el grado de aburrida y pegajosa asquerosidad que tenía el plan que le había ofrecido a mi novia... y futura ex.
Fuimos al baño, salimos los dos a la vez, cogimos el metro, y nos despedimos.
Fuimos al baño, salimos los dos a la vez, cogimos el metro, y nos despedimos.
Al cabo del tiempo lo dejamos
y os aseguro que si no volvimos nunca más fue por eso: porque la llevé al cine
a ver una película que era un bodrio.
Reíd mientras lloro.
Jerry.
*: el día de hoy será
recordado como el día en el que la frustración de Jerry sobrepasó los límites
de lo políticamente correcto y se tuvo que ver obligado a escribir una palabra
poco apropiada para menores de… 6 años (asumidlo: los de 7 años ya dicen
palabrotas).
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