miércoles, 26 de diciembre de 2012

Jerry Jones y El Cine Maldito: El Despotismo Ilustrado en el Cine



Es sábado 15 de Diciembre y estoy a menos de un mes de exámenes pero no puedo estudiar. No puedo estudiar porque estoy muerto de miedo… Hoy voy a ver El Hobbit: Un Viaje Inesperado y el ácido gástrico de mi estómago está destrozándome por dentro, mis glándulas salivales han dejado de funcionar y tengo la boca muy seca por la excesiva actividad simpática que mi organismo está sufriendo. Y encima tengo taquicardia e hiperventilo, así que probablemente esté entrando en alcalosis respiratoria por el descenso de ácido que estoy sufriendo. Quizás muera ahora mismo sin haber visto El Hobbit.

El Hobbit va a acabar conmigo. Te maldigo Peter Jackson por la película. Maldigo el día en el que decidiste hacerla porque, no sólo me da miedo que hayas creado una película que no alcance mis expectativas (aunque confío plenamente en ti), sino que también me aterroriza la idea de que voy a ir al cine con ocho amigos y amigas mías.

Ocho personas. Y no tengo buenas experiencias en el cine con ocho malditas personas.



Todo comenzó con El Último Samurái; película que fui a ver al cine en plena adolescencia para celebrar el cumpleaños de un amigo. Fuimos al Juan de Austria (¡Oh! Juan de Austria; qué melancolía más tonta) y, conforme fue avanzando la película, empecé a darme cuenta de que mi instinto asesino cinéfilo se estaba desarrollando más rápido que una criatura alien.

Empecé a encenderme, a retorcerme de dolor en la butaca como el rabo de una lagartija que acabas de cortar (porque, en fin, los rabos de las lagartijas están para ser cortados ¿no?) y a escupir fuego por la boca por el hecho de que “mis amigos” estaban comportándose de la manera más penosa posible; gritos, alaridos, risas, palomitas volando por los aires… A ver, chicos, sé que somos adolescentes pero…¿dónde demonios os habéis dejado la educación?

Ante este penoso panorama, me levanté de la butaca, enfurecido, les clavé la mirada (en realidad no se la clavé, la sala estaba a oscuras… Duh) y les dije: “Sois unos auténticos *****, me largo de aquí”. Y me largué a una butaca tres filas más arriba, solo, desconsolado, y con el corazón latiéndome a mil por hora. Ya no disfruté de la película; Tom Cruise me pareció un muermazo blandiendo una espada samurái y la película quedó condenada.

Las personas con las que fui aquel día al cine ya no son mis amigos. Sólo mantengo el contacto con el chico que celebraba el cumpleaños y con una de las chicas que venía con nosotros porque, tras 10 minutos de infierno, optó por levantarse y venirse a mi lado.


Entonces, un año más tarde, volví al cine para ver Descubriendo Nunca Jamás. Esta vez iba con el chico y la chica que seguían siendo mis amigos y con otros distintos. Y esta vez la “guerra” la dieron una panda de atontadas pre-adolescentes que sólo se dedicaban a reír, chismorrear y levantarse para ir a hablar con la chica que estaba en la otra punta de la fila. Todo esto en plena proyección del filme.

Normalmente soy buena persona - lo prometo - pero en la sala del cine me transformo en el dictador más despreciable y autoritario que os podáis imaginar. Y, en esta ocasión, y para desgracia de las niñitas pijas remilgadas a las que les faltaba un bofetón bien dado en algún momento de su vida, yo ya era un auténtico déspota del cine. Una feroz bestia a la que no hace falta dar de comer después de medianoche o bañar en agua para dar rienda suelta a su lado más oscuro.

Así que, en medio de la película, y tras un largo periodo de retroalimentación negativa que dejé que pasase despacio para que mi nivel de ira sobrepasase con creces los límites de lo políticamente incorrecto, me levanté de la butaca, bajé las escaleras de la sala, llegué a su fila y grité (sí, grité… yo no me ando con tonterías, señores): “¿Habéis venido al cine o estáis aquí expresamente para dar el coñazo? Si no os gusta la película, la puerta está ahí. Así que decidid, maleducadas”. Las niñas se callaron como muertas. Y yo me retiré a mi butaca de nuevo y “vi” la película pensando que, para mi sorpresa, entre el grupito de niñas a las que había gritado cual energúmeno había dos madres.

Sí, dos malditas madres que sufrieron los berridos de un jovencito de… ¿16 años?

Touché.


Muchos años pasaron, mucha lluvia cayó, me salieron pelos en el pecho y contemplé muchas películas en el cine sin incidentes similares.

Pero entonces, estrenaron Los Juegos del Hambre y, de nuevo, fui al cine con diez amigos míos; diez malditas personas de las cuales sólo podría decir que cuatro son religiosamente “respetuosas” con el séptimo arte. Y, claro, como es de suponer… Nada salió bien.

Nos sentamos en la sala, yo alejado del gallinero de mujeres que abarca más del 50% del grupo, y la película comenzó. Entonces, y desde el maldito minuto UNO de la película, una de las gallinas no paró de cacarear. NO PARÓ. Y, claro, el despotismo ilustrado que tan oxidado tenía, comenzó a resurgir.

Sin embargo, y por suerte para la gallina pesada con verborrea que nos acompañaba, me controlé y sólo asomé la cabeza en la fila y entoné un “Chsssst, callaos, joder” porque resultaba que cinco filas más atrás estaban mis queridos padres con unos amigos suyos que creen que soy un chico decente, cuerdo y que sabe mantener la compostura en todo tipo de ambientes.

Y es que mis padres, aunque conocen parte de mi perfil absolutista cinematográfico, no tienen ni idea del extremo al que puedo llegar cuando veo que el visionado de una película está siendo amenazado por algún impertinente maleducado. Aunque, vamos a ver, no os creáis que soy el típico desequilibrado que entra a la sala de un cine con un maldito rifle, pero una pelea verbal bien potente con una salida del cine bastante apoteósica sí que puedo protagonizar. Así que, ante la desagradable sensación de que las miradas de mis padres estarían clavadas en mi grande nuca, me contuve.

Ahora que lo pienso… Mis padres claramente podrían ver mi nuca porque, siendo realista, es bastante grande. Mucha gente me lo dice después de darme una colleja: “Es que tienes una nuca…muy de colleja”. No me dicen “que guapo estás hoy, Jerry”, o “No me mires así, que me sonrojo”. No, la gente opta por fijarse en mi nuca y pegarme. Es del todo asombroso la verdad.


Bueno, que  hoy voy al cine a ver El Hobbit con mis amigos. Me he hecho cargo personalmente de que “la gallina” no venga (sí, así son las cosas, señores… Yo no me ando con tonterías, ir al cine conmigo es un maldito privilegio del que poca gente puede presumir. Demonios) y cuento con que mis amigos se comporten si quieren seguir manteniendo ese puesto en mi escala social o si no quieren que les dé una colleja en la nuca y les diga: y ahora la cabeza va directa al wáter, insensato.

Jerry

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